3 de julio de 2008

De la Bella Italia a la Selva Chaqueña Argentina - Capítulo II

Nota del editor: Este es el segundo extracto del libro "De la Bella Italia a la Selva Chaqueña Argentina" escrito por mi bisabuelo, relatando la historia verídica de su inmigración. A quien no leyó el primer capítulo le recomiendo hacerlo.


Un buen día nuestro padre nos reúne a todos los familiares para decirnos que había resuelto, dada la difícil situación en que habíamos quedado luego de la inundación y varios años de malas cosechas, hacer un viaje a la Argentina, en busca de mejoras para todos. De acuerdo a las informaciones recogidas, en aquella época era fácil conseguir tierras cedidas por el gobierno para trabajarlas o dedicarse a otras industrias. En tales circunstancias se resolvió que yo debería acompañarlo en el viaje, mientras que mi hermano que era mayor quedaría a cargo de la familia, hasta que mi padre consiguiese ubicación para todos.

Todas las miradas se concentraron en mí como inquiriéndome si me animaba a acompañarlo como él había dispuesto. Tenía yo a la sazón trece años y comprendía ya muy bien cuál era nuestra situación, y con la esperanza que la suerte nos acompañara, le contesté que lo acompañaría con gusto, hasta el lugar donde reunirnos todos, para labrar un porvenir mejor y venturoso pasar. Fue tan grande la satisfacción de mis familiares al escuchar mis palabras que me llenaron de besos, colmándose de alegría al ver que ya tan jovencito pensara en nuestro bienestar y futuro. Es por eso que les puedo asegurar que tal vez sea el único entre nosotros que no tuvo infancia.

Una vez que mi padre hubo planeado el viaje y conseguido los documentos necesarios para el mismo, vendió parte de los cereales y animales, lo que le permitió viajar con algún peculio, dejando el resto a cargo de mi hermano, para que siguiera explotando la granja y cuidando de la familia.

Terminados los preparativos, el 20 de setiembre de 1885, aguardamos ansiosos el 22, fehca inicial de nuestro viaja a América.

Esos dos días los dedicamos a las despedidas. Pueden ustedes imaginar los cuadros de éstas. ¡En esa época 1885! En que se confundían en apretado abrazo la alegría y el dolor producido por la separación brusca, luego de vivir treinta y tres años en ese pueblo, chico por cierto, pero tan lleno de afectos; en el que los habitantes todos nos considerábamos miembros de una gran familia. Allí si que era real aquello de “todos para uno y uno para todos”.

A las cinco de la mañana ya nos esperaba el coche en la puerta, vehículo de época tirado por dos caballos. La última despedida fue tan rápida como grande la emoción. Mi madre fue la última en despedirme. ¡Qué feliz recuerdo conservo de ese momento! Su abrazo, sus besos y su bello rostro bañado en lágrimas que me trasuntaban el más grande amor de mi vida. Pronto, muy pronto perdimos de vista a todos los que afectuosamente nos saludaban con sus pañuelos en alto.

Llegamos con el coche a la estación ferroviaria de Legnagno, cuyo tren debía llevarnos directamente a Génova. Una vez despedidos de mi hermano, papá le volvió a recomendar el cuidado del resto de la familia y que no dejara de contestar a las cartas de acuerdo a la dirección que le enviáramos. Con una tremenda pitada de la máquina que anunciaba la partida del convoy, con el pañuelo en alto nos dimos el último ¡hasta siempre hermano!

Cuanto más nos alejábamos más aumentaba mi dolor, deslizándose por mis mejillas gruesos lagrimones en un profundo silencio. Al notarlo mi padre me atrajo a su lado y acariciándome me dijo que no debía llorar, que la separación sería breve. Eso me tranquilizó, lo mismo que observar a nuestro lado gran cantidad de gente que viajaba al Brasil, habiendo entre ellos de todas las edades. Minutos después todo había cambiado, pues muchos comenzaron a cantar alegres canciones alegóricas referentes a la recolección del café, trasuntando sus rostros la alegría de ira hacia el país del café, donde podrían saborearlo a gusto, cosa que no podían hacer en Italia, pues solo gustaban de él diariamente los ricos.

En Génova nos alojamos en un hotel cercano al puerto, separándonos del resto del pasaje del tren que viajaba a Brasil por cuenta del gobierno de ese país. Nosotros lo hacíamos por cuenta propia, pues a la Argentina en ese entonces no había inmigración organizada.

El día 23 a las dos de la tarde en el vapor Sirio zarpábamos de Génova rumbo a Buenos Aires, levando anclas con un total de tres mil pasajeros. Debemos tener en cuenta que entonces los barcos carecían de las comodidades que tienen los actuales. Por ejemplo no tenían conservadoras frigoríficas, razón por la cual debían llevar unos veinte vacunos para faenar diariamente. Además transportaban dos vacas con cría, que suministraban la leche necesaria para los niños y enfermos. A propósito recuerdo que gracias a un ardid mío pudimos tomar café con leche todos los días, pues diariamente recogía la que el repartidor me daba para “mi hermanito”.

En cuanto a las comidas si bien eran abundantes, distaban mucho de tener el gusto y la higiene con los que se preparaban en mi hogar.

El primer puerto al que arribamos fue el de Barcelona, luego Cádiz y otros que ya no recuerdo, antes de llegar al de Río de Janeiro, en Brasil.

Lo que más tristeza me causaba era la llegada de la noche, cuando acostado añoraba a mi madre que todas las noches me despedía con un beso y me abrigaba más con su cariño que con las cobijas. En ese momento me sentía tan desvalido que me echaba a llorar amargamente en silencio, habiendo llegado a maldecir a Cristóbal Colón por haber descubierto América. Sólo la esperanza de hallar un porvenir venturoso me alentaba y mantenía firma y decidido frente a tanta adversidad emocional.

La suerte nos acompañó, pues a pesar de haberse registrado casos de tifus, unos cuatro o más han tenido la desgracia de ir a parar al fondo del mar. A causa de ello las autoridades del barco tomaron medidas mejorando la higiene y las comidas.

Después de un mes de viaje cruzamos el Ecuador, donde llovía cada dos por tres. Pocos días después entrábamos en la bahía de Río de Janeiro. Me causó admiración la existencia en el puerto de una gran cantidad de negros motas, que desde sus botes se arrojaban al fondo del mar a recoger las monedas que traían entre sus dientes y que alguien del pasaje había arrojado al mar exprofeso.

El aspecto de la ciudad recostada en la inmensa bahía presentaba una visión hermosa y deslumbrante con un fondo de montañas. El pasaje todo se hallaba en la cubierta del barco donde apenas cabía. En mi afán por verlo todo me agarré de la cadena del timón, mientras me hallaba sentado en la baranda y el barco había maniobras de atraque, que observaba absorto, no dándome cuenta que mi mano con la cadena se deslizaban hacia una polea hasta que un intenso dolor me lo advirtió, di un salto y un tirón que hicieron zafar mi mano de tal situación, que de seguir me la hubiera amputado seguramente. Perdí el conocimiento y mucha sangre. El médico de abordo me practicó las primeras curas, evitándome con ello una infección segura o posible gangrena. Esta fue nuestra primera mala suerte en nuestro viaja a esas tierras de promisión y esperanza.

El 28 de octubre avistamos por primera vez Buenos Aires. Al llegar a la rada el barco fondeó a la espera de la inspección sanitaria que debían practicar las autoridades argentinas. Éstas no permitieron al mismo entrar por los casos de tifoidea que habían ocurrido, obligándonos a trasladarnos en pequeñas embarcaciones hasta la isla de Martín García, donde estuvimos al rededor de diez días, durante los cuales fuimos tratados muy bien, ya que además de someternos a diversos tratamientos con desinfectantes, nos hicieron bañar, cosa que no pudimos hacer desde que salimos de casa, treinta y seis días antes, por carecer abordo de comodidades para ello, excepción hecha para los de primera clase.

Al undécimo día regresamos a Buenos Aires, alojándonos en el hotel para inmigrantes, para ser distribuidos en el interior del país y dedicarnos a tareas rurales. En esta ciudad me ofrecieron trabajo en varios comercios con la promesa de habilitación cuando adquiriera conocimientos y experiencia en ello. A mi me hubiera gustado, pero ¿dónde quedaría mi padre?. Sólo y trabajando lejos de mí... Era un hombre habituado a dirigir trabajadores rurales más que a trabajar personalmente.

Pasados unos días mi padre había conseguido pasajes para ir a La Plata, de reciente fundación y de la que según informes recogidos sería llamada a ser una gran ciudad en el futuro. Pero hete aquí que el destino, la ignorancia de conocimientos geográficos de esa época y la ambición canallesca de ciertos individuos, torcieron y cambiaron nuestro camino elegido, la futura capital de la primer provincia Argentina.

Como nosotros no conocíamos nada, tanto nos daba ir allí como a cualquier otra parte. Imagínense cuál hubiera sido nuestro porvenir de haber adquirido tierras en las proximidades de la ciudad que se convertiría poco después en capital de la provincia de Buenos Aires.

Mi padre preguntó su parecer respecto a nuestro lugar de destino a un empleado del hotel, el que seguramente era un sinvergüenza, pues le contestó: ¿qué íbamos a hacer en un lugar donde no había trabajo? Mi padre quedó pensativo y el empleado continuó diciéndole: donde Ud. debe ir es al Chaco y especialmente a las Palmas, donde hay una gran colonia italiana con una fábrica de azucar, con tierra excelente y un inmejorable clima. Al preguntarle si era un pueblo bien formado con médicos, igelesia y todo lo necesario, respondió: es una gran ciudad en marcha. Al oir esto mi padre quedó amargado y le manifestó: ¿Y ahora qué puedo hacer que ya tengo los pasajes para La Plata?, respondiéndole que él se los cambiaba. Mi padre pensó que sería un hombre honesto y aceptó más que ligero la propuesta, pensando que la suerte le sonreía y la fortuna le prodigaría a manos llenas sus frutos. Después de un tiempo vinimos a enterarnos de la verdad sobre el interés que tenía ese empleado por mandarnos al Chaco. La compañía azucarera le pagaba cinco pesos por cada inmigrante que mandara.

Salimos en barco aguas arriba hacia el hermoso río Paraná. Al cuarto día de viaje le manifesté a mi padre que estaba seguro de que ese individuo nos había engañado, y todos quedamos pensativos; cuando de pronto y sin saber porqué el vapor detuvo su marcha cerca de la orilla izquierda del río, ordenándonos que bajáramos, que habíamos llegado al puerto Las Palmas. No me explico porque llamaban así a un lugar donde lo único que había eran pajonales.

La impresión de que habíamos sido engañados la confirmarmos poco después, al ver que aquello no era nada más que una selva donde ni siquiera había huellas de vehículos, sino toan solo senderos que transitaban peones o indios. Nos llevaron en un carro tirado por bueyes durante cuatro horas hasta que llegamos a un gran galpón de chapas, nuestro destino.

5 comentarios:

  1. Hola amigo! Es muy emocionante el poseer registros de la memoria de nuestros abuelos, teniendo en cuenta que la mayoría de ellos son inmigrantes. Genial lo escrito por tu bisabuelo, al igual que lo que escribis vos (un honor figurar en los creditos de tu relato, muy bueno por cierto) Un abrazo. Gustavo

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  2. que onda? No funciona la aplicación de comentarios????? Si nadie comenta no publico más!!!
    Este comentario es solo para ver si funciona.

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  3. Anónimo12:13 p. m.

    Si, si funciona. Y sigo siendo yo, comprobando que tb funciona con usuarios anónimos, así que pongansen las piletas por que me desmotivo. RF.

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  4. en realidad no vos, los comments q dejaste.

    lo habia leido y me dejo pensando pero no tenia nada inteligente para decir por eso preferi no decir nada.

    ahora q nos pedis un poco de devolucion para seguir motivandote, te digo que lo que contas es algo q paso a muchos de nuestros abuelos, q no tuvieron problemas en ponerse en botamangas y ponerse a laburar por mas que los hayan estafado.
    todo un ejemplo que hoy resulta exotico en esta realidad pedorra q vivimos.

    beso amigo.

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