30 de mayo de 2009

Revuelto Gramajo

La primera vez que vendí algo, a mis diecisiete, fue una promesa de sexo oral; y todo lo sucedido en el último tiempo, quince años después, me remonta a ese día. “Por trescientos pesos yo hasta te dejo que me la chupes”, dije riendo, aferrado a Marcos, intentando no vomitar la escasa comida que mi estómago, irritado por sustancias nocivas, quería expulsar. Marcos era preparador físico en All Boys, club en el cual jugaba en aquel entonces. Era algo más grande que yo, pero al poco tiempo de conocernos nos llevamos muy bien. Después de entrenamiento íbamos a comer a La Farola. (Más revuelto gramajo, por favor!)
Cuando yo no tenía plata me invitaba un revuelto gramajo. “Nunca te deja a gamba, lo hacen bien en todos lados y siempre es lo más barato del menú”. En seguida me sumó a su grupo de amigos, todos de 23 o 24 años. Nos juntábamos los fines de semana en su casa a tomar cerveza y fumar porro para después arrastrarnos a una fiesta o un boliche. Antes de conocernos, Marcos había estado cuatro meses de novio con Romina, hasta que ella descubrió que también se acostaba con Carla y lo dejó. Con Jessica nunca había pasado nada, pero las tres, enamoradas de él, morían de celos cuando lo descubrían a los besos con alguna chica que no era del grupo. A mi me veían como un hermano menor y me tenían aprecio. Con los chicos me llevaba relativamente bien gracias a que Marcos me apadrinaba.

- A ver si te empieza a crecer un poco la barba, que por culpa de esa cara de nena un día de estos no nos van a dejar entrar – me decía el Laucha cada tanto.
- ¡Con esa cara y a sus 17 años estuvo con más mujeres que vos mamarracho!- mentía Marcos, dándole un castañazo en la nuca.
- ¡Mamarracho! – repetían alguno pegándole también en la cabeza. Después Jessica se sentaba en mis piernas y me daba un beso húmedo en la boca. “Estoy cuando quieras, bebé”.

Eran las 6 de la mañana y había tomado demasiada cerveza. Los dos solos, recuperábamos un poco de aire atrás de las canchas de tenis. Mientras me agarraba de su hombro para vomitar, él contaba sobre un conocido que había pagado 300 pesos para darle un beso a una chica.

- Por 300 pesos yo hasta te dejo que me la chupes- ironicé entre risas y reflujos.
- Flor de vivo sos, eh... ¿Cómo no te vas a dejar, si los hombres tiran la piola mucho mejor que las mujeres? El desafío sería que después vos me la chupes a mí.
- ¿Y cómo sabés eso? Que los hombres lo hacen mejor...- pregunté, pero no respondió. Sólo sonrió, sacó su billetera del bolsillo, la puso en mi mano y cerró mi puño.

Después de aquella noche dejé el club, me inscribí en Excursionistas y no lo volví a ver. Jessica y yo nos casamos siete años después y hace uno nos divorciamos. Nos separamos por una masa de motivos que no supimos detallar y resumimos en que simplemente nos dejamos de querer. En los últimos meses pensé mucho en aquella noche, en Marcos. Hoy creo que mi propuesta no había sido tan ingenua, tan irónica.

Durante dos días maltraté cuadernos y agendas que no tenían su teléfono. Una hoja suelta, en la que también había escrito una rutina de ejercicios, me devolvió la calma y el teléfono de su casa. Necesité otros dos días más para superar la etapa de sólo mirar el número. Practiqué conversaciones en silencio, en voz alta, con el teléfono en la mano y con el teléfono en el oído. Para entonces ya eran las dos de la tarde, hora de la siesta, “no es horario para llamar a una casa de familia”, dije, estafándome algunos minutos de tranquilidad. No menos de cuatro veces corté antes de marcar el último número. Llamé. Sonó, sonó, sonó, sonó... Corté. “Hubiera sido un milagro que todavía viviera ahí”, pensé, intentando convencerme de abortar el proyecto. Perseveré, llamé varias veces en distintos horarios, hasta que hablé con la madre y me dio su teléfono celular. Con el estómago revuelto por los nervios, junté coraje y lo llamé.

- Hola, ¿Marcos? – pregunté.
- Sí, ¿quién habla?
- Uno que quiere saldar sus deudas.
- ¿Quién es? – volvió a preguntar.
- ¿Todavía te interesa una chupada que dejaste paga? Te la debo y quería saber si aún la querías – dije entre risas y reflujos.

Recordó la promesa, reconoció quién hablaba desde el otro lado del teléfono y se rió. Cómo si aún no lo supiéramos, resaltó que había pasado mucho tiempo sin vernos. Cómo si me hubiera sorprendido con tal reflexión, asentí y magnifiqué replicando que hacía muchísimo tiempo. Después le expliqué que por esas casualidades de la vida me había topado con el teléfono de la casa de sus padres y cité lo que en ese instante me vino a la mente: por qué no llamarlo. Él festejó mi ocurrencia y dijo que se alegraba de que lo hubiera llamado. Luego intercambiamos preguntas vacías, impulsadas por la necesidad de ocupar el silencio y no por el deseo de conocer las respuestas. Mi vida bien, todo bien, la mía también, todo igual. Le conté que seguía trabajando con mi padre, que me había separado hacía un año y que Andy cumplía dos la semana siguiente. El nada; o quizás, que yo recuerde, nada. Le pregunté si tenía ganas de juntarnos a recordar viejas épocas. Estaba por salir de gira con el club, pero quedó en llamarme a su regreso. Acepté su coartada y nos enviamos abrazos gratis para cerrar la charla.

- ¿Te puedo hacer una pregunta? – arremetí cuando la conversación ya agonizaba - ¿Vos...? Te acordás de aquella noche, ¿no?
- ¿Que noche?
- La última... Quería hablar sobre lo que pasó... O lo que no pasó... Yo estuve pensando bastante sobre aquello. Y lo que te acabo de decir fue en serio.
- ¿Qué cosa, Gastón?
- Cerrar lo que dejamos inconcluso. En aquel momento me asusté, no entendía bien qué estaba pasando. Pero mi vida cambió. Jessica es una mujer genial, fue una esposa perfecta, pero no estaba enamorado de ella. Y creo que no lo estuve nunca, por lo menos no de una mujer.
- Mirá... qué pasó aquella noche no me acuerdo bien. Sólo que estaba muy drogado y que hicimos alguna estupidez, pero fue algo adolescente. Nada más. No fue algo importante.

Dijo que tenía que cortar y colgó. Una hora más tarde llamó Jessica. Quería verme. Yo no. Necesitaba hablar. Yo no. Era la última persona a la que quería ver. “Por favor bebé, necesito hablar con vos. Voy para allá.” Como siempre, hizo lo que quiso y vino. Con su habitual verborragia intentó explicar que ella había sido la culpable del fracaso de nuestro matrimonio. Se adjudicó haber sido una mala esposa y amante. Me pidió perdón. Me dio el derecho a odiarla, diciendo que lo merecía.

- Jes, ¿a qué viene todo esto? ¿Por que me lo decís ahora?
- Por que quería que lo supieras. Por que te quiero y no te merecés nada de todo esto.
- Te agradezco, pero no estoy de acuerdo. Si es que hay sólo un responsable, ese soy yo.

Jessica insistía en culparse, en hacerse cargo de toda la responsabilidad y en resaltar mis virtudes como marido, amante, padre. Llegué a pensar que me pedía volver a estar juntos. Quería que me acordara de nuestros primeros meses, “cuando vos estabas tan enamorado de mí, ¿te acordás? Que después te desenamoraras fue culpa mía”. Me confesó que al año de casados empezó a verse con Marcos y que desde entonces me había dejado de lado.

- Sé que estás confundido. Pero tu sexualidad no tiene nada que ver. Fue por culpa mía que me dejaste de amar, yo te abandoné.
- Te agradezco la sinceridad. Además de saber que soy puto, ahora me entero que durante el matrimonio mi esposa me engañó con la persona que perturbó mi sexualidad. ¿No querrás confesar que también es el padre de mi hijo, no?

Andy era hijo mío. Jessica había estado enamorada de Marcos desde los veintitrés y ahora vivían juntos. Me quiso mucho pero nunca me amó. Yo la quise mucho pero nunca la amé. A mis treinta y dos asumí que mi vida estaba llena de mentiras, pero ninguna tan grande como aquella que me tenía como víctima y victimario. Que mi mujer me hubiera engañado durante tanto tiempo no me importaba. Reconocer que yo me había engañado durante toda la vida me llenaba de exaltación y angustia. Volvía a tener diecisiete.

Jessica me pidió perdón por haberme mentido tanto tiempo. Le besé la frente y la disculpé. La acompañé a tomar un taxi. “Decíle al puto de tu novio que me llame, que no tenga miedo, no lo voy a romper nariz de una piña”. Se subió y se fue. Yo volví a mi casa. Vi a la señora del sexto piso apurarse en cerrar la puerta del ascensor antes de que yo llegara. Esperé al próximo, subí, entré al departamento y fui a la cocina. La heladera estaba vacía. Llamé a un restorán y pedí un revuelto gramajo. “Siempre es lo más barato y más rico del menú”, recordé.

5 comentarios:

  1. Que bueno, me alegro que: te haya gustado, que hayas pasado, que hayas comentado, el pasado, el asado y la mandarina.

    Y además otras cosas.

    Como tener una lectora nueva, como dormir tapado con un mínimo de frío o íntimamente disfrutar haber hecho un gol habiendo perdido 6 a 1.

    Saludos y come again.
    Matías

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  2. Me corrijo, por que no sé si te gustó, eso lo deduje.

    Sólo sé que te encantó y me alegro por eso.

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  3. Ciertamente, no soy una lectora nueva, nada más alejado de la realidad. soy una vieja lectora, pero una nueva comentadora en tal caso. Sé efectivamente que en este tipo de soportes uno tiende a pensarse las más de las veces que escriie una especie de diario íntimo, claro, son muy pocos los peces en el agua...pero no siempre es así. En muchas oportunidades somos leídos y lectores silenciosos que hacemos de la lectura una actividad egoísta y eso, si que me gusta!

    Saludiños tibiecitos en esta Buenos Aires fresquita fresquita!

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  4. ah y por si no nos vemos luego: Buenos días, buenas tardes y buenas noches

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