Después me agarró la depresión y ya no volví a pintar, recordó haberles dicho. Qué pena Nelly, le respondió aquella joven pareja, regalándole algunos minutos de conversación en un banco de plaza. Minutos que sus nietos valoraban demasiado caros como para gastarlos en ella.
Atravesó la oscuridad sedentaria del living tomado por una penumbra ventajista, de esas que no piensan en irse hasta que no se las eche; y abrió el cajón. Asomada a su orilla, sin decidirse a introducir su mano, reclinó aún más su ya encorvado cuerpo hasta chocarse con el olor a resignación que sus óleos habían desarrollados durante los últimos años. Le dijeron que los dejara tranquilos, que se habían acostumbrado a no hacer nada, que al principio sufrieron su indiferencia, su abandono y que ahora preferían no salir de su bolsa. No querían que los destaparan, anticiparon que seguramente ya estarían secos, y que si no lo estaban de todas formas ya eran demasiado grandes y mañosos y no tenían ganas de que los mezclaran. ¡No te van a salir tan bien las mezclas como antes, así que ni lo intentes!
Pensó que quizás tenían razón y tomó el cajón de la manija dispuesta a cerrarlo. Tiene que volver a pintar Nelly, le insistió la pareja de nietos transitorios, sino cómo vamos a saber si es cierto que pinta paisajes tan lindos. Queremos que nos regale un cuadro, la desafiaban los transitorios que jamás volvería a ver.
Soltó la manija, extirpó la bolsa adherida al cajón como coral a su roca y la apoyó en la mesa. Hagamos un trato, les dijo. No las voy a sacar del pomo si no quieren. Sólo les abriré sus tapas, para mirarlas por dentro, por que con la humedad y el abandono ya no se les lee de qué color es cada una. Y se los volveré a escribir, ¿acaso quieren secarse sin recordar su nombre? No le respondieron. Nelly caminó hasta la ventana e invitó a la oscuridad a dar un paseo. No te quiero volver a ver.
Regresó a la mesa y tomó un óleo al azar. Acarició la tapa con sus dedos débiles y arrugados. Quiso girarla pero le ofreció resistencia. Volvió a intentarlo. Durante varios segundos concentró en sus yemas más energías de las que creía tener hasta que cedió. Sonrieron. Antes de mirar su interior sintió escurrirse entre sus narices una bocanada de olor a omelet de queso y arbejas, babeé como le gustaba a Juan Carlos.
Quizás fue la fuerza desmedida empleada en abrirla, quizás fue el queso derretido que le cayó pesado. Necesitó descansar, aunque no sin antes saber el color de su óleo. Con el último esfuerzo, y de mutuo acuerdo, apretó el pomo. El óleo cayó líquido, blanco, luminoso sobre