Cuando la distancia que separa la vida y la muerte es de tan solo dos milímetros, el tiempo se detiene. Cuando la decisión de recorrer ese espacio mínimo y terminar de asfixiar a Sonia está en mi mano derecha, la sensación de poder abruma. Así estábamos: su garganta y su respiración entre mis dedos.
Podría asegurar que era mayor la sorpresa de Sonia por mi exabrupto que por la gravedad y riesgo del asunto. Si hubiera sospechado que yo en ese momento era capaz de matarla tal vez habría intentado golpearme. Sin embargo se quedó mirándome inmóvil. Pensó que con su mirada podría dominarme como de habitualmente lo hacía. Pero esta vez no, puta. Ya estaba ahí, no podía retroceder, soltarla como si nada. Si lo hacía, en el instante en que recuperara su respiración empezaría a gritarme o pegarme. De sólo pensarlo me enfurecía y mi mano se tensaba. Ella seguía sin reaccionar, cómo un gato agazapado, concentrando fuerzas en sus patas posteriores, esperando el momento de dar el salto. Estaba convencida de que el momento de saltar llegaría. Veía en sus ojos que a medida que menos aire entraba en sus pulmones, más energía acumulaba en sus entrañas.
Nunca quise o planeé matarla, pero la situación me dejaba poca alternativa. Los segundos pasaban eternos, me costaba pensar con lucidez, pero mi mano no cedía. Sentí pánico por el después si es que la mataba; pero estaba cómodo estrenando ropa nueva. Jamás había tenido una situación tan claramente bajo mi control. Quería que durara por siempre, pero debía decidir si la dejaba vivir o morir.
Un placer punzante subió por mi estómago y sonreí. Entonces vi la cara de Sonia desfigurarse de furia. Se aferró a mi brazo con sus dos manos, buscando zafarse. Me pegó espasmódicamente en el pecho, en la cara, en el estómago. Me pateó en los tobillos, en las rodillas: creo con las dos piernas al mismo tiempo.
No sentía ninguno de sus golpes. Un caballero del siglo XV con su mejor armadura, se vería desprotegido en comparación con el ego que ahora resguarda mi cuerpo. Mi cara irradiaba luz. Su piel envejecía años en instantes.
Satisfecho por mi descubrimiento opté por no matarla. Abrí mi mano y su cuerpo se desplomó. Muerto. Permaneció durante varios segundos en el piso recobrando el aire; y una larga lista de carencias. Juntó el mínimo de fuerza y se arrodilló. Todavía sin mirarme y con la vista en el suelo gateó hasta la esquina de la habitación. Apoyándose en la pared logró pararse. Puso su mano izquierda en el marco de la ventana y subió la rodilla derecha. Se detuvo unos instantes y subió la otra. Quedó en equilibrio en el filo de la ventana. Se agazapó, se convirtió en gato y saltó.