24 de junio de 2008

Esta vez para siempre

Julieta K. tiene treinta y tres años, de los cuales treinta vivió bajo el mismo techo que su padre y madre. Su independencia de la casa paterna tuvo dos etapas. El primer ciclo se inició a sus diecinueve años. Fue cobijado bajo la libreta matrimonial, que les sirvió de escudo protector contra el arroz festivo del registro civil, pero poco más. A los tres años, desencantada y triste iniciaría los trámites de divorcio y el retorno a su casa paterna. El matrimonio resultó no ser lo omnipotente que ella esperaba, y entendió que su sueño máximo de encontrar al amor de su vida requeriría un poco más de atención, dedicación y tiempo. Sus padres la recibirían contentos, formando un triángulo de abrazo ni bien ella cruzó por la puerta con sus petates. Su cuarto seguía siendo su cuarto. Tenía veintidos años y un divorcio, pero seguía siendo una niña, que estudiaba enfermería encerrada en el piso su cuarto, o en la mesa del comedor cuando sus codos se cansaban de estar apoyados en el piso, aguantando todo el peso de la cabeza. Todo eso estaba más que bien para ella.

A sus treinta y dos años Julieta ya no estudiaba. Hacía siete que trabajaba como enfermera. Había pasado por cinco hospitales y recibido tan solo tres aumentos de sueldo. Ninguno demasiado relevante. Amaba su profesión, y estaba resignada a que su retribución económica sólo le alcanzara para comprarse ropa y vacaciones. Seguía teniendo su cuarto en la casa de sus padres. Sabía que esta situación distaba de lo ideal, pero era la realidad que tenía y aceptaba.

Julieta desde chica tuvo una gran virtud: siempre esperar lo mejor. Se consideraba una persona positiva, que aceptaba la realidad e intentaba vivir de la mejor forma posible con lo que le tocaba. Pero desde hace dos años que se cuestiona si esto es realmente una virtud, y la palabra mediocridad habitualmente merodea sus reflexiones. En el hospital era querida y tenía algunos amigos. Una tarde la médica psiquiatra, con la cual tenía una relación de casi amistad, le había pedido verla en su consultorio. Luego de algunos minutos Julieta se daría cuenta de que lo que parecía ser una conversación amistosa era en realidad una charla profesional. Estas charlas se tornaron semanales. Sus sesiones junto con los antidepresivos que Susana le prescribía, la ayudarían a convivir con la realidad que le tocaba vivir pasados sus 30 años.

Este proceso al tiempo empezaría a dar algunos signos de mejoría. Susana se sintió muy feliz cuando Julieta le contó que había decidido alquilarse un departamento, sin importar lo pequeño que fuera, para iniciar el segundo ciclo fuera de la casa paterna. “¿Cómo puedo pretender conseguir un novio si a mi edad todavía no logré irme de lo de mis padres? ¿Por algo se empieza no? Viste cómo ya lo tengo asumido, y no digo de mi casa.” Las dos rieron. Las dos se sentían felices por Julieta.

Sin embargo la realidad la pondría a prueba una vez más. El hospital atravesaba una situación económica difícil, y tuvo que reducir personal, Julieta entre ellos. El tratamiento debía de estar funcionando muy bien por que lo tomó como un desafío, como un cambio positivo. Estaba confiada de que todo resultaría bien y que conseguiría un empleo con mejor paga.

Resolvió aplazar la búsqueda de departamento (solo aplazarla), para poner toda su energía en buscar un mejor trabajo. Es difícil mensurar si puso toda la energía que le quedaba en esto, pero fue mucha la que gastó, y muy poca la que consiguió en retorno.

Encontró trabajo, pero no como el que esperaba. La crisis económica resultó no ser propiedad exclusiva del hospital donde trabajaba, por lo que tuvo que conformarse con un trabajo por horas. Un hospital poco prestigioso que le quedaba bastante lejos de su casa, la contrató para que cuidara de un único paciente tres horas al día.

Su proyecto de alquiler quedaría postergado por tiempo indefinido. Aunque cambió de hospital continuó con su tratamiento psicológico. Susana ya no estaba obligada a prestarle este servicio gratuito, pero no solo lo seguiría haciendo sino que le propuso intensificarlo a dos veces por semana, temiendo una recaída. Julieta aceptó agradecida.

Viajaba dos horas hasta llegar al hospital. Tenía que cuidar a un hombre de cuarenta años con una enfermedad muy extraña, que nadie había conseguido identificar. Juan Romeo Montes estaba en un a suerte de estado vegetativo desde nacimiento. Ningún médico había podido descubrir el motivo por cual nunca había abierto los ojos. Su madre murió en el parto, y Juan se sintió tan triste y tan culpable que desde entonces nunca despertó. No tenía ninguna enfermedad tratable. Su corazón latía constantemente y sin ayuda externa, sus pulmones oxigenaban su sangre y sus venas las distribuían por todos sus órganos. Si bien no manifestaba reacción externa a ningún tipo de estímulos, tenía actividad cerebral. “El paciente fue capaz de "comprender" y de "responder" a ciertas órdenes de sus médicos”, leyó en un estudio de sus imágenes cerebrales. Alimentación por suero intravenoso era el único tratamiento que los médicos se habían resignado a brindarle. Y Julieta debía de cuidar de su aseo diario.

Las condiciones laborales no eran buenas, pero había algo en todo esto que la atraía. Sentía una intriga muy fuerte por este caso. Lo tomaba como un desafío a nivel profesional, pero algo la seducía en lo personal.

La noche anterior a su primer día de trabajo, soñó con Juan, su paciente inmediato. “Mantuvo su capacidad de comprender órdenes y de responder a ellas a través de su actividad cerebral”. Soñó toda la noche y estas palabras se le repitieron una y otra vez. Al despertar sintió que había tenido un sueño revelador, y presintió que algo importante sucedería. Tenía la certeza divina de que Juan Montes era su misión en este mundo.

- ¿Que le sucede? ¿Está usted bien? Entre por favor– le pregunta la médica al ingresar por primera vez al cuarto de Juan.
- Si, si. Perfectamente.

No había podido contener sus lágrimas cuando se paró a la puerta del cuarto. Estaba paralizada. Nunca lo había visto personalmente, pero la impactó verlo, por que sí lo conocía, lo había soñado. Era exactamente la misma persona con la que había soñado el día anterior. La médica le repitió las indicaciones, se fue de la habitación y los dejó solos.

- Hola. No nos presentaron. Me llamo Julieta.- le dijo y lo tomó de la mano. Le acarició la frente, y quedó con su mano entre las suyas mirándolo, parada inmóvil junto a su cama durante las tres horas, hasta que la médica entró al cuarto.
- Ya se puede retirar. La veo mañana a la misma hora.- Julieta le soltó la mano y volvió, en trance, a la casa de sus padres.

Al llegar finalmente comprendió porqué había guardado desde niña todos los manuales de primero a séptimo grado y de primer a quinto año. Los sacó de las cajas, les sopló el polvo y pasó toda la noche planificando la educación acelerada de Juan. Julieta no tenía dudas de que despertaría algún día, y quería prepararlo. Pensó que si “comprende órdenes y responde a ellas”, bien podría retener conocimientos.

Llegaba temprano por la mañana, lo afeitaba y lo aseaba. Luego pasaba el resto del día leyéndole sobre historia, geografía, matemáticas y literatura. Nunca dejaba el hospital antes de la ocho de la noche. Eventualmente se quedaría a dormir, sentada, agarrando su mano y con la cabeza apoyada sobre el colchón junto a él. Su única actividad fuera de aquel hospital eran sus sesiones de terapia. Susana estaba muy preocupada por la obsesión de su paciente, por el distanciamiento de la realidad que estaba tomando. Era para una involución imprevista y no lograba comprender su origen. Ya no le hablaba sobre su proyecto de mudarse a un departamento propio. Juan era su monotema. Sin embargo ninguna de las dos era conciente de que Juan y su proyecto de independencia tendrían un desenlace conjunto.

En dos meses Julieta ya había terminado con lo que consideraba lo esencial de la curricula primaria y secundaria. Entonces decidió especializarlo en literatura y teatro universal. Y mientras cavilaban junto a Raskolnikov lo imposible sucedió. Su mirada consumía palabra tras palabra cuando su mano sintió un cuerpo pesar sobre ella. Juan, luego de cuarenta años despertaba para tomar la mano de su amada. Ella miraba esta mano sobre la suya y no entendía cómo había llegado hasta ahí. Estupefacta no le quitaba la vista. “Hola”, escucha petrificada. Juan esperaba, sabiendo que esos ojos finalmente negros llegarían a su encuentro. Julieta lo mira y él sonríe. Ella se para asustada sin quitarle su mando.

- Hola.- repite Juan, pero ella no podía salir de su asombro para responder. – Ni que hubieras visto un fantasma, soy yo, Romeo.
- Pero... ¿cómo? ¿Despertaste?¿Por qué? Digo... hace 40 años que estás... así... ¿cómo puede ser?
- Sí, bueno, pero me pareció que ya era hora de despertar, ¿no?
- ¿Cómo que te pareció que ya era hora? ¿Estabas despierto, o conciente? ¿Decidiste despertarte y así nomás te despertaste? ¿Estuviste conciente todo el tiempo?
- Si. Pero no del todo, por momentos dormía profundamente, como todo el mundo, pero por momentos solo dormitaba. ¡Y no me perdí ninguna de tus clases! - su sonrisa seductora, la de ella víctima.
- Je... ¿O sea que todo este tiempo sólo estuviste durmiendo?
- Sí.
- ¿Y por qué? ¿Por qué no te querías despertar?
- ¿Para qué, me perdí de algo importante, de algo por lo que valiera la pena despertar?- Julieta sintió tristeza por no poder decirle que si. No había nada en su pequeña vida que le demostrara estar equivocado, nada que lo hiciera arrepentirse de su hibernación prolongada.
- No... nada en realidad. ¿Y por qué decidiste despertarte ahora? -
- Por que mi búsqueda terminó. Porque encontré mi Julieta. – Juan sonrió para y por ella. Ella sintió sus articulaciones debilitadas, su carne relajarse y su corazón de estreno. – Te reconocí desde el momento en que entraste en esta habitación. Cada una de tus caricias erizó mi piel y aceleró mi corazón. Junté y guardé cada una de tus lágrimas en mi pecho, y son las que me dieron fuerza para levantarme hoy. Escuché cada una de tus palabras. Y no, no estás loca por pensar que te estás enamorando de mí. Loca estarías si no lo reconocieras. Por que sabés quién soy.







































Y Julieta se entregó a él.
Y él volvió a dormir,
esta vez para siempre.
Y ella inició su segundo ciclo,
fuera de la casa paterna,
esta vez para siempre.
Y ella durmió junto a él,
Esta vez para siempre.





































fin



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Créditos: este relato está inspirado en el microrelato "El Dormilón", escrito por Gustavo Tisera. Gustavo escribe unos microrelatos incríbles en su blog El detonador Astral. Recomiendo darse una vuelta, son realmente buenos. Envidio su capacidad para este tipo de escritura. Lo que él dijo en 9 líneas yo necesité de 4 páginas.
Mis preferidos son El dormilón y En el tren.
Gracias Gustavo.
Gracias...
Totales.

22 de junio de 2008

Seguro que allá hay internet

"Como periodista empecé a los 18 años (toda mi actuación en esta actividad fue ad honorem") en la redacción del diario "El Tiempo", de Pergamino, con un gran periodista que se llamaba Carlos P. Trincavelli. Con el pseudónimo de Red Fish publicaba notas, especialmente deportivas, hasta que fui designado "Corresponsal Deportivo Viajero para todo el país", pomposo título que a mis 18 años me llenaba de orgullo. También escribí en "La Opinión" de Pergamino, "La Capital" de Rosario, "La Gaceta" y "La Unión" de Tucumán."

"Como escritor, aquí hay un poco de pedantería, avalada por una circunstancia especial que me dio ese título. En 1945 participé en el Certamen Nacional de Literatura "Leopoldo Lugones", organizado por la Comisión Provincial de Cultura de la Provincia de Córdoba. Estaba reservado para "escritores argentinos o extranjeros", y yo a mis 27 años tuve la pedantería de considerarme escritor y participé. Para gran sorpresa mía gané el primer premio en la rama de prosa: un cheque de $300, que era mucha plata para aquel entonces, cuando el sueldo normal de un empleado era de entre 90 y 120 pesos. Este premio me dio la categoría de "escritor", la que poco ejercí en los años futuros."

Extracto del libro "Historia de Nuestra Familia".
Don José Ramón Palacio.
24/09/1918 - 19/06/2008



Abuelo: sólo quería dedicarte estas pequeñas líneas y decirte que te voy a extrañar. Lamentablemente tu salud en los últimos años no me permitió contarte que Red Fish seguía escribiendo, a través de mis manos ahora. Espero que saber ésto te alegre y enorgullesca, y que Red Fish siga estando a la altura de esa categoría de "escritor" que supiste ganar. Ojalá que me puedas leer ahora, porque estoy seguro que allá hay internet.
Te recuerda con mucho cariño,
Matías.

13 de junio de 2008

De la Bella Italia a la Selva Chaqueña Argentina - Capítulo I

Nota del editor (ese sería yo, rf): Por primera vez voy postear un material no escrito por mi. Decidí compartir este texto, no por su valor literario, sino por que lo considero un documento cuya riqueza excede sus palabras. Es un primer extracto del libro "De la Bella Italia a la Selva Chaqueña Argentina" escrito por mi bisabuelo, padre de mi abuela materna. En este libro, mi bisabuelo relata su historia como inmigrante, similar a la que todos conocemos y estudiamos, pero por lo menos en mi caso sólo a través de libros y manuales de historia. Este es un relato verídico, directo de un inmigrante italiano, y leerlo es para mi como oirlo, escuchar una entrevista a uno de los miles de inmigrantes que crearon nuestra historia. Con sus historias mínimas, esas que formaron y dieron origen a la cultura e idiosincracia argentina. Quiero compartir este documento muy valioso para mi, y espero que lo disfruten tanto como yo.

Don Humberto Marpegán(1872-1959)
Lugar de Nacimiento: Merlara, provincia de Padua, Italia.
Fecha de migración: 22 de septiembre de 1885.


DE LA BELLA ITALIA A LA SELVA CHAQUEÑA ARGENTINA
Reláto anecdótico y autobiográfico de mi extensa vida prolongada por más de ochenta años entre vicisitudes, bienestar y familia.
Humberto Marpegan

LA CASA PATERNA
Don Humberto Marpegán, hijo de Luis Marpegán y de Doña Mariana Pellizzari, nacido el 2 de julio de 1872 en Merlara, provincia de Padua, Italia.

Allá por el año 1852, mi padre desde muy jóven se había radicado en ese pueblito de la alta Italia, donde tiempo más tarde constituyó un hogar muy respetable, gozando del mayor aprecio de todo el pueblo trabajador agrícola de la zona, dedicándose también él a la explotación agrícola en gran escala.

De este feliz matrimonio yo fui el sexto hijo, y el segundo varón, por consiguiente era el niño mimado de todos. En ese ambiente de amor y cariño me desarrollé sano y fuerte, tal es así que a los seis años era ya el cochero de mi abuelita. Mi hermano mayor ayudaba a mi padre en la dirección de los trabajos agrícolas, y mis hermanas a mi madre, en los queaceres domésticos.

Era nuestra casa paterna un gran establecimiento con más de cien hectáreas de campo en producción. La casa se componía de dos pisos, con cinco habitaciones en cada uno de ellos. Vecina a la nuestra se hallaba la casa habitación de los empleados que requerían las distintas tareas agrícolas.

Los viñedos eran unos de los principales cultivos de la granja, con los que se fabricaban vinos de distintas calidades que se vendían por bordaleza y que eran almacenados mientras se preparaban en una habitación contigua a la casa, a la que llamábamos “cantina”, a pesar de que nunca oí cantar a nadie en ella.

[...]

Contaba yo apenas nueve años, cuando una día mientras estábamos merendando se desató un a terrible tormenta. Un cuadro tragicómico se presentaba así en tan tétrico lugar, la visión más desolarodra que se puede imaginar tuvimos a los pocos minutos, cuando al salir de nuestro circunsancial refugio observamos que don de un rato antes abundaban las flores no se veía otra cosa que las cruces peladas, y una capa de hielo, y de donde ante la vista del campo auguraba una espléndida cosecha, presagiaba en esos momentos angustiosos solo soledad y miseria. El llanto de las mujeres era incontenible. El peor el de mi madre al contemplar cómo el trabajo del año se había desvanecido en escasos minutos. De las hojas de moras no quedaban ni rastros, y para no perder del todo lo que teníamos hubo que comprar a larga distancia y a altos precios el alimentos para los gusano de seda.

Los árboles se habían deshojado, las viñas sin hojas ni uvas. Dl trigo que había comenzando a dorarse no quedaba una sola espiga, los maizales tiernos y vigorosos habían desaparecido como por encanto, el lino, la alfalfa, y todo lo demás como si se lo hubiera tragado la tierra. Todos quedamos mudos por un buen rato, y al ver que mi madre le rodaban por el rostro gruesas lágrimas no pude menos que echarme en sus brazos y confundirnos en un solo llanto.

Papá fue el primero en hablar con estas palabras: “No hay que afligirse hijos míos, alguna razón habrá para que Dios nos castigue, hay que armarse de coraje y seguir luchando si queremos remediar el mal que hoy nos apena, tenemos capital y buen crédito como para seguir adelante con la esperanza puesta en unos años de bonanza”.

La campiña vio otra vez a nuestros hombres trabajar con ahínco, empeñados en remediar las pérdidas sufridas. Pasaron tres años de los cuales tuvimos uno bueno y dos malos, por cuanto el tiempo no favoreció el buen desarrollo de la cosecha.

El colegio ya me preocupaba menos, pues ya había cumplido doce años, y como no había en el pueblo estudios secundarios, los dejé para más adelante si las cosas iban bien. Mientras colaboraba en todas las actividades de la granja. Al año siguiente todo había presumir una buena cosecha, pero intervino otro factor imprevisto e inesperado, la inundación. El deshielo y las lluvias en las altas montañas de los Alpes hicieron desbordar los ríos Adige y Frata, que corren muy cerca del pueblo. Se produjo entonces una creciente que amenazaba llevarse los puentes, diques y romper los terraplenes laterales, atrayendo la atención de las autoridades del pueblo.

En la granja se estaba trapichando uvas para hacer vino, cuando a eso de las diez de la mañana llegó mi padrino, con la orden perentoria que debíamos desalojar los elementos y animales de la granja, así como los de la casa y personas, pues en pocas horas más todo estaría cubierto por las aguas desbordadas. De nuestra cosecha solo alcanzamos a levantar el trigo y uvas cosechadas.

A unos mil metros de la casa se hallaba el canal que llevaba el agua a los arrozales que se hallaban en los terrenos más bajos. Por él comenzó a entrar el agua como un río torrentoso. Ya para el mediodía alcanzaba al patio de la casa. Mi padre con varias personas más cargó heno y alfalfa en una chata, mientras los demás familiares y empleados en un andar febril trataban de poner a salvo el mayor número de elementos y animales.

A las cuatro de la tarde se inició la evacuación, arreando los animales adelante seguidos por todos los vehículos que teníamos, tirados unos por caballos y otros por bueyes, rumbo hacia el distrito de Montagnana, mucho más alto que el nuestro. Recuerdo como si lo estuviese viendo ahora esa marcha triste y penosa con el agua hasta las rodillas. El llanto y la tristeza dibujados en el rostro de todos, especialmente en el de mis padres. En la casa donde comenzaba a entrar el agua al partir, solamente quedaba mi abuelita con un peón que la acompañara, pues fue imposible convencerla y sacarla, manifestando a nuestros requerimientos que “prefería morir a abandonar la casa”.
Al día siguiente debió ir mi padre con dos carabineros en una embarcación para rescatarla y sacarla de semejante peligro.

A raíz de esta creciente se derrumbaron en el pueblo más de ochenta finca. Era tanta la gente que huía despavorida que apenas conseguimos alojamiento para nosotros y no digamos para ubicación de los demás animales y elementos.

Recién a los diez días dejó de crecer el nivel de las aguas, alcanzando la altura de un metro sobre el nivel del patio de la casa, nivel que se mantuvo unos diez días, al final de los cuales comenzó a descender lentamente para desaparecer de la zona inundada recién a los 35 días, fecha en que por fin pudimos regresar a la finca. Hallamos todo cubierto de lodo y barro en lo que correspondía a las plantas bajas de la casa y galpones. La humedad de las paredes era insoportable y duró varios meses en desaparecer. En el patio y chacra había también gran cantidad de piedras y arena. En contraste con ello la planta alta estaba como si nada hubiese pasado, lo que prueba que las construcciones que poseíamos era de excelente calidad y resistencia.

Estas cosas no las debería referir, pues recordándolas lo único que siento es tristeza y amargura, pero sirven para demostrarles que el comienzo de mi vida no ha sido tan halagueño y me ha servido para fortificar mi espíritu y prepararme para la lucha por la vida; máxime teniendo en cuenta el vivo ejemplo de mi padre que con su fe y esperanza nos alentó a todos en la adversidad. (página 5, anteultimo párrafo)

Haré constar de paso que allí la mayor parte de las tierras eran de terratenientes ricos que vivían en la capital de la provincia, y que de las mismas se ocupaban los administradores, y que éstos no perdonaban jamás al agricultor, ni siquiera el tributo que debían pagar en alquiler; por el contrario si uno de ellos dejaba de hacerlo, le embargaban todo lo que tuviera de valor y lo dejaban en la calle.

Mi padre antes de llegar a tal situación, pensó en tomar otras medidas para no caer en tales extremos. Sabiendo que en esa época había una gran corriente emigratoria para Brasil, pensó que América sería el lugar propicio para gente que como nosotros se ocupaba de trabajos agrícolas. Era tanta la gente que emigraba a Brasil, que cada semana partían trenes enteros repletos de familias hacia Génova, puerto desde el cual embarcaban para América.

Mi padre inició las gestiones para emigrar, pero no a Brasil sino a Argentina, por consejo de algunos amigos que habían estado en San Pablo, y le transmitieron noticias de que allí existía una enfermedad incurable y grave, llamada fiebre amarilla.

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Próximo capítulo: “El viaje a América”
Nota del editor: ¿Podría decir entonces que gracias a la fiebre amarilla yo existo?

11 de junio de 2008

Lost in Translation >> Found the Translation


Reconozco que soy bastante maraca para ver películas. Cualquier pelotudez me afloja los mocos, por eso no me gusta mirar pelis con mucha gente, salvo que hablemos de batman, siperman o X-men. El resto, por más barato que sea el golpe bajo me caga. Muchas veces mi mujer me pregunta incrédula "¿estás llorando?". "No", le respondo inhalando mocos, camuflándome con mi senusitis crónica.

Las películas que amo están en una zona intermedia, o distinta, que todavía no logro definir o etiquetar (si, si, no me rompan, a mi me gusta etiquetar!). No son de sábados de super acción, ni de madres confesando su cáncer terminal a sus hijos. Son películas con un elevado grado de sensibilidad, que sin dar golpes de efecto logran dejarme altamente sensibilizado. Me dejan el nervio expuesto. Cuando termino de verlas me siento como si estuviera listo para escribir los versos más tristes esa noche, listo para besar sin usura sus pies fríos, los de ella, listo para cometer más errores, para andar descalzo a principios de primavera y seguir descalzo hasta otoño.[*]

Hay varias, no se si muchas. No se si es mi preferida, creo que si. Perdidos en Tokyo (Lost in Translation) me provoca todo eso. Podría decir que me deja erotizado, para no seguir robando palabras ajenas. Dado vuelta, invertido, con las costuras para afuera.

Ayer TNT tuvo la deferencia de pasarla, y yo el placer de verla por vez mil. Y como cada vez, su final abierto me dejó un gusto melancólico. Un sabor triste de lo que mucho quise pero no fue.

Esta vez quedé perdido en tokyo por varias horas, y sin saber bien buscando qué, hoy gracias a youtube develé el misterio. Encontré abierta la caja negra de la escena final, con esas palabras íntimas, no compartidas, dichas al oido solo para ellos dos, dentro de un abrazo y selladas con un beso.

Sólo quería compartir ese secreto develado, que a partir de ahora mutará mi melancolía por sonrisas cada vez que vuelva a perderme en tierra nipón.


[*] por supuesto que estas líneas no son mías. Pertenecen a los tres más grandes poetas del cono sur. ¿Necesito decir quienes?

6 de junio de 2008

¿Acaso mi amor no vale?

Nuestra relación había llegado a una etapa en la que solo seguíamos juntos por una cuestión de descalces mínimos. No eran un descalce de pantuflas, sino más bien económico - financieros. De ofertas y demandas descalzadas. Solo era cuestión de que su oferta encontrara mi demanda, o viceversa, en el mismo momento.

[Mi oferta = separarnos, reconocer que la pareja no tenía futuro, no perder más el tiempo = Su demanda] era una ecuación latente casi desde los inicios, pero que nunca había logrado concretarse. Por motivos múltiples cuando yo hacía pública mi oferta, el mercado no era comprador, o al revés. Esto era algo que valorábamos como algo positivo en la pareja. Nos jactábamos de que era “sabia”, que tenía un mecanismo de auto ajuste. Nuestra teoría era que cuando uno de los dos atravesaba alguna crisis, cuestionando la continuidad de la relación, la otra persona automáticamente se convertía en un noble e implacable guardián, defendiendo a capa y espada “lo que teníamos”. Luego de cada embate nuestra unión creíamos se fortalecía.

Durante los últimos tiempos este mecanismo de ajuste había trabajado más de lo recomendable, hasta alcanzar el punto de fatiga. En un principio lo utilizábamos una, a lo sumo dos veces por mes. Al tiempo empezábamos a darle un uso semanal, frecuencia que respetamos por varios meses. Pero al empezar a aplicarlo a diario, con no más de uno o dos días de franco semanales, el engranaje manifestaba la sobre exigencia.

Hasta que colapsó. Nuestra última discusión de pareja empezó por un simple racimo de uvas, y transitó durante tres horas por los más diversos tallos, ramas, raíces y semillas. Nuestra preciada arma había intercambiado roles, cada uno se había puesto y quitado la armadura repetidas veces, hasta que agotados nos encontramos con la guardia baja, desnudos.

Nos acariciamos, nos abrazamos. Nos besamos, y terminamos. Sentados en el piso de la cocina, con el mueble bajomesada como respaldo nos dejábamos estar. Abatidos por las tres horas de lucha gratis. Nuestros cuerpos fatigados descansaban pegados. Nuestros hombros se tocaban, pero solamente como apoyo. Ya no queríamos seguir discutiendo, no nos queríamos seguir lastimando, por que a pesar de todo nos queríamos. Pero reconocimos que eso no era suficiente, que teníamos demasiadas diferencias como para seguir construyendo. Que esas diferencias no nos complementaban, solo sabían de divisiones y restas.

Quedamos así durante varios minutos. Mi mano sobre la suya, y las dos sobre su pierna. Pero cada uno consigo mismo. Mirando fijo hacia adelante, observando su propia película. Ya no estábamos enojados. Estábamos tristes. Empezábamos el duelo que no queríamos hacer. Empezábamos a despedir el proyecto que ya no sería.

Era doloroso reconocerse. Pero era sabio. Sí era verdaderamente sabio y valiente reconocer que nuestra última bala, la de plata, no había acertado en el blanco. Yo 36, ella 34. Ambos con varios parejas interruptus en el prontuario. Era sabio reconocer que nuestros deseos de concretar un proyecto sobre la hora estaban cegando nuestra capacidad de determinar si el mismo era genuino, si se construía sobre bases sólidas. Era sabio reconocer que nuestra pirámide estaba invertida, que crecía, pero inevitablemente un ladrillo no compensado la haría caer.

¿Dos años desperdiciados? ¿Habíamos apostado los años más caros de nuestras vidas en la decena perdedora? El síntoma manos y bolsillos vacíos tomó todo nuestro cuerpo.

De pronto tuve un pálpito. Una visión, una certeza. Busqué en los bolsillos de mi pantalón, revolví bolsos guardados, hurgué en los bolsillos de todos los sacos y camperas del placard. Junté todas las fichas que me quedaban, cambié la decena, y las puse todas en el 2, a semipleno.

- Luli tengamos un hijo - le dije convencido. Ella despertó asustada de su letargo.
- ¿Pero vos te volviste completamente loco? Estás desvariando. No hace diez minutos que dijimos de separarnos y ahora me salís con esta ridiculez?
- No es una ridiculez.
- ¿Ah no? Por favor, cortémosla de una vez. No sigamos con este mecanismo pelotudo. Nuestra relación llegó a un punto en el que es indefendible. No quiero seguir sufriendo por algo que no tiene futuro. No podemos seguir juntos. ¿Que te pensás, que por que tengamos un hijo las cosas van a cambiar, que todo va a mejorar? ¿Cuanto te crees que va a durar ese engaño? No seas ingenuo Nicolás.
- Pero yo no te digo que sigamos juntos. Solamente te propongo tener un hijo juntos.

Luli se da vuelta para mirarme bien. No podía creer que le estuviera hablando en serio, y lo quería evaluar de frente. Estaba atónita. No sabía qué responderme, por su mente debían pasar las ideas más dispares. Yo la seguía mirando. “No te estoy cargando” decía mi cara.

- Ya sé que no podemos seguir juntos. Que somos muy diferentes. Y la realidad es que si no nos separamos mucho tiempo antes es por que los dos tenemos el mismo proyecto, las mismas ganas de formar una familia. Yo ya sé que eso no va pasar entre nosotros. ¿Pero por que no tener un hijo juntos? ¿Cuantos padres se divorcian y crían a sus hijos sin ningún problema?
- ¡Pero eso es un accidente Nicolás! Nadie planea primero divorciarse y después tener un hijo. Un hijo es fruto del amor entre los padres, no es su capricho.
- Ya se Luli que no es lo ideal, pero yo soy hijo de padres separados. Y no me acuerdo de mis padres juntos, para mí siempre estuvieron separados. Y lo que importa es que los dos me querían. Te juro que no me trajo ningún conflicto el que no estuvieran juntos. Por que fue siempre así. Mis padres nunca se separaron, por que siempre lo estuvieron. No hubo cambio, no hubo crisis.

Yo estaba convencido de que no era una locura. Entendía que era un planteo extraño, atípico al menos. Luli nunca hubiera esperado una propuesta como esta. Pero después del asombro inicial empezaba a escuchar mis palabras.

- ¿Acaso vos no te morís por ser mamá, por tener hijos, criarlos, darle todo tu amor?
- Ay Nico, pero me parece una locura!
- Mirá, yo sé que vos serías la mejor madre del planeta. Que morís de ganas de tener un hijo. Yo también. Es lo que más quiero en el mundo. ¿Cuantos matrimonios conocés que son pésimos padres, que tienen varios hijos, y que después se separan? Y al final los hijos tiene malos padres, y encima separados. Es más, una de las cosas más traumáticas que viven los hijos de padres separados es la separación misma, tener que ver cómo sus padres confrontan, se pelean, se lastiman. De esta forma hasta le evitaríamos esa etapa, por que nuestro hijo nacería con sus padres separados, je.

Luli me mira, seria, pero yo sé que se contiene. Sé que por dentro un poquito se sonríe, pero no me lo quiere mostrar. Todavía no puede creer lo que le propongo. Pero del “te volviste loco, es una ridiculez” a este silencio como respuesta hay un avance.

- Si, está bien, pero no podemos ser tan egoístas. No podemos traer un hijo al mundo solo porque nosotros queramos tener un hijo.
- ¿Y por que no?
- Por que no Nicolás, ya te lo dije. Un hijo tiene que ser fruto del amor de sus padres. No es algo que cuando uno tiene muchas ganas de tener va y se lo compra en el super.
- Bueno, eso por desgracia para vos, que vas a ser la que lo tenga que parir.
- Ay que estúpido! – y me pega abajo del hombro una cachetada risueña. Casi cómplice.
- Luli vos tenés razón en que para un hijo también es importante tener a sus padres juntos y sentir que se quieren. Pero esa es una situación ideal. ¿Y cuantos casos conocés de esa situación perfecta? Yo muy pocos. La mayoría de las veces los padres no se quieren y siguen juntos por inercia, o no se quieren y se separan. En cualquiera de los dos casos te aseguro que los hijos sufren muchísimo más que en una situación como la que yo te propongo. ¿Acaso vos dudas del amor que vos o yo tendríamos por nuestro hijo? ¿Te parece poco eso? Creeme que es mucho, y más de lo que la mayoría de los hijos tienen.
- No se, pero es muy raro, es todo muy raro. ¿Cómo lo tendríamos? Digo, ¿cómo lo encargaríamos? Por que si vamos a estar separados... no vamos a estar acostándonos solo para que yo quede embarazada.
- ... esos son detalles técnicos, je.
- Si, si, detalles técnicos... en serio te digo. Por que hacer inseminación artificial cuesta carísimo...
- Bueno, vos sabés que yo no tengo un mango y que estoy siempre dispuesto a brindar mis servicios.
- Jaja, que estúpido. – y vuelve a abofetear mi brazo con su mano risueña. En su boca ya se escapaba tímida una sonrisita.